Encontrando el equilibrio entre la fe y las obras.
Dado que crecí en un hogar, en una escuela y en una iglesia adventistas, no recuerdo un momento en el que no conociera la historia de Jesús. Sin embargo, de alguna manera absorbí la idea de que “creer” y “hacer” lo correcto era fundamental para ser salvo. Era algo que tenía sentido para mí de joven porque, en el mundo que me rodeaba, nada era gratis. Pero, en algún momento comencé a escuchar que la salvación era por gracia, a través de la fe. Me resultó difícil reconciliar eso con mis ideas anteriores.
Si la salvación era un don de Dios, ¿qué papel jugaba el “creer” y “hacer” lo correcto? Si era salvada por gracia, ¿por qué importaban las obras?
El plan original estropeado
Cuando Dios creó a la humanidad a su imagen, su intención era que fuéramos santos, así como él es santo (Gén. 1:27; Lev. 20:26). Lamentablemente, cuando el pecado y la muerte entraron en el mundo, los seres humanos ya no pudieron disfrutar de ser esa imagen de Dios (Gén. 3; Rom. 5:12). Como dice Elena White, el pecado “mancilló y casi borró” la imagen de Dios en la humanidad.1
Sin embargo, por su gracia, esa imagen no se perdió por completo. Esa realidad está bellamente retratada en la descripción que hace Jeremías del alfarero y el barro: “Entonces bajé a la casa del alfarero y lo encontré trabajando en el torno. Pero la vasija que estaba modelando se deshizo en sus manos; así que volvió a hacer otra vasija, hasta que le pareció que había quedado bien” (Jer. 18:3, 4).2
Cuando el pecado entró en el mundo, el plan original de Dios para la humanidad se vio estropeado, pero no destruido. Dios, el alfarero, no tiró la vasija estropeada. Más bien, el propósito original de Dios para la humanidad siguió siendo el mismo.
Así, restaurar en la humanidad la imagen del Creador pasó a formar parte de “la obra de la redención”.3
La obra divina de restauración
Tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo Testamento describen esta obra de restauración de la humanidad a imagen de Dios como su obra. Por ejemplo, en Levítico 20:26, Dios dice: “Sean ustedes santos […] y los he distinguido […] para que sean míos”. Y, en Levítico 21:8, Dios dice: “Porque santo soy yo, el Señor, que los consagro” (los énfasis son míos). De manera similar, el tema se repite en el Nuevo Testamento. Por ejemplo: “Porque a los que Dios conoció de antemano, también los predestinó a ser transformados según la imagen de su Hijo” (Rom. 8:29); y “todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados a su semejanza con más y más gloria por la acción del Señor, que es el Espíritu” (2 Cor. 3:18).
Esos versículos dejan en claro que es Dios el agente de restauración de la humanidad a su imagen. Esa obra divina, a la que a veces se hace referencia como la gracia santificadora de Dios, es una realidad presente y continua. Las Escrituras también nos dicen, sin embargo, que la restauración final de la imagen de Dios es un evento futuro: “Ahora somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que habremos de ser. Sabemos, sin embargo, que cuando Cristo venga seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como él es” (1 Juan 3:2).
Las Escrituras dejan en claro que es mediante la gracia justificadora de Dios, su don a la humanidad, que somos salvos (ver Efe. 2:8, 9; Tito 3:5; Rom. 3:24). Cuando realmente entendemos que no podemos hacer nada para salvarnos, y cuando nos sentimos profundamente conmovidos por el amor que motivó a que Cristo nos salvara, abrimos el corazón a su Espíritu, y Dios comienza su obra de gracia santificadora en nuestra vida, cambiando gradualmente nuestro viejo yo y haciéndonos cada vez más semejantes a él (Efe. 4:22-24; Gál. 2:20, 21; 2 Cor. 5:17; Fil. 1:6).
La cooperación humana
Si bien ese proceso de restauración y renovación, también conocido como santificación, es obra de la gracia santificadora de Dios, eso no significa que no sea necesaria la cooperación humana. Por el contrario, el esfuerzo disciplinado es parte de la vida cristiana. Como escribió Elena White: “Su gracia santificadora es dada para obrar en nosotros el querer y el hacer, pero nunca como sustituto de nuestro esfuerzo. Nuestras almas deben ser despertadas a este trabajo de cooperación”.4 Por eso, ¿qué implica nuestro esfuerzo o cooperación con la gracia santificadora de Dios?
Muchos cristianos creen que el esfuerzo implica tratar de ser más como Cristo, y por eso se esfuerzan por ser más solícitos, amables, desinteresados, etc. Sin embargo, ese enfoque se centra en nuestras actitudes y acciones, lo que a menudo nos lleva al fracaso y la culpa. En contraste con este intento, las Escrituras nos animan a capacitarnos para la piedad (1 Tim. 4:7).5 ¿Cómo lo hacemos? Así como Jesús está en el centro de la justificación, Jesús (no nuestras propias acciones y actitudes), está en el centro de la santificación. Por lo tanto, nuestra cooperación o esfuerzo no es tratar de ser como Jesús, sino un proceso de entrenamiento del corazón y la mente para permanecer en Jesús (Juan 15); es decir, para tener una relación estrecha con él.
Pero ¿cómo lograrlo? Al igual que en mis relaciones humanas, si deseo una relación con Dios, debo organizar deliberadamente mi vida de una manera que priorice el tiempo que paso con él. Eso requiere un esfuerzo sostenido y autodisciplina de mi parte.
No obstante, aunque hay muchos paralelismos entre las relaciones humanas y nuestra relación con Dios, la realidad es que la Caída impide una relación cara a cara con él. En consecuencia, el deseo de una relación humana suele exceder el deseo de tener una relación con un Dios que no podemos ver. La buena noticia es que nuestra realidad no es todo lo que hay. Así como en el Edén fue Dios el que buscó restaurar la relación, él continúa iniciando la restauración de la relación con él, porque lo desea más de lo que podríamos desearlo nosotros. El apóstol Pablo lo expresa de esta manera: “Pues Dios es quien produce en ustedes tanto el querer como el hacer para que se cumpla su buena voluntad” (Fil. 2:13).
Crecer en Cristo
Por su gracia, es Dios quien inicia en el corazón nuestro deseo por él, y es Dios quien nos permite responder a ese deseo dando prioridad de manera deliberada al tiempo que pasamos con él. Pero es posible que te surja la pregunta: ¿Acaso no somos salvos por gracia? ¿No implica nuestro esfuerzo la creación de un nuevo punto de referencia para la salvación, cambiando un tipo de esfuerzo (guardar los Mandamientos, por ejemplo), por otro (estar con Dios)? El esfuerzo deliberado no tiene el propósito de ganarnos el favor de Dios. Mediante su gracia, ya tenemos su favor inmerecido. Tampoco tiene por objetivo ganarnos la adopción en su familia. Mediante su gracia, ya somos sus hijos amados. Más bien, nuestro esfuerzo tiene por objetivo que estemos con Dios y lo disfrutemos. Con el tiempo, a medida que aprendamos a disfrutar de la presencia de Dios, nuestra continua autodisciplina y esfuerzo sostenido se volverán cada vez más habituales, de modo que no podríamos imaginarnos la vida sin pasar tiempo con Dios.
Entonces, ¿cómo nos ayuda ese tiempo con Dios a restaurar su imagen en nosotros? A medida que ponemos a Jesús en el centro de nuestra vida y reflexionamos en su vida todos los días, pensando cómo vivió y se relacionó con otros, vemos cada vez más su belleza y perfección. Cuanto más contemplamos “la hermosura del Señor” (Sal. 27:4), llegamos a ver las formas en que no somos como él.6
Esto, a su vez, incrementa nuestro deseo de ser más como él; de reflejar el fruto del Espíritu tan presente en su vida (Juan 12:32; Gál. 5:22, 23). Con el tiempo, mediante la gracia santificadora de Dios, las palabras y los hechos que no están en armonía con los caminos de Dios van cambiando, de modo que reflejamos su imagen cada vez más (1 Tim. 4:7). Esta obra de transformación espiritual es tarea del Espíritu Santo, y nuestro papel es ser completamente dependientes de Dios. Al mismo tiempo, también somos responsables de aplicar el llamado que nos hacen las Escrituras a buscar una vida piadosa.
En mi propia vida, he descubierto que, cuando me enfrento a una situación difícil, vivo mi dependencia de Dios al recordar que él está conmigo, que va delante de mí y que también está con la persona o situación que me presenta un desafío. Y vivo mi responsabilidad al tomar decisiones deliberadas que me alejan del pecado. Sin embargo, ese proceso de restauración (que Elena de White llama “el fruto de la fe”)7 no puede completarse en esta vida.8 A causa del pecado, nunca habrá un momento en esta vida en el que no necesitemos la gracia justificadora de Dios. Como lo expresa Elena White: “A menudo tenemos que postrarnos y llorar a los pies de Jesús por causa de nuestras culpas y equivocaciones; pero no debemos desanimarnos”.9 En lugar de eso, debemos recordar el plan final de Dios de que, un día, “en un abrir y cerrar de ojos […] seremos transformados” (1 Cor. 15:52), la imagen de Dios en nosotros será completamente restaurada, y “seremos semejantes a él” (1 Juan 3:2).
La gran verdad central
Eso nos lleva a una última pregunta: Si la santificación no tiene por objetivo que nos ganemos la salvación, entonces, ¿para qué sirve? Por un lado, creo que teniendo en cuenta que el pecado nos daña a nosotros mismos y a los demás, una razón por la que Dios desea que crezcamos a su semejanza es porque eso beneficia a todos. Si, por ejemplo, estoy creciendo en mi capacidad de no pecar cuando me enojo (Efe. 4:26), muchos se beneficiarán. En primer lugar, me beneficio cuando puedo vivir con menos vergüenza al no perder el control cuando me enojo. En segundo lugar, mi familia y mi comunidad se benefician cuando ya no son los destinatarios de mi enojo descontrolado. En tercer lugar, Dios se beneficia cuando otros ven la obra del Espíritu Santo en mi vida y glorifican a Dios (Mat. 5:16).
El plan original de Dios para la humanidad era que fuésemos santos, así como él es santo. Aunque el pecado estropeó el plan original de Dios, su deseo para la humanidad siguió siendo el mismo. Por ello, la gracia santificadora de Dios se convirtió en parte de su plan de redención. Todos sabemos, sin embargo, que incluso en nuestros momentos más santos estamos destituidos de la gloria del estándar divino. Pero, “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único”, de modo que, por su gracia justificadora, “todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16). Esa es la “gran verdad central”10 de nuestra fe, que nos permite descansar gozosamente en los logros de Jesús y permanecer en su amor y su gracia.
Edyta Jankiewicz, secretaria ministerial asociada de la División del Pacífico Sur.
Referencias
1 Elena de White, La educación (Buenos Aires: ACES, 1998), p. 15.
2 A menos que se indique de otro modo, las citas bíblicas pertenecen a la Nueva Versión Internacional.
3 Elena de White, La educación, p. 15.
4 Elena de White, La maravillosa gracia de Dios (Buenos Aires: ACES, 1973), p. 111.
5 Encontré por primera vez el concepto de tratar versus capacitarse en Bill Hull, The Complete Book of Discipleship: On Being and Making Followers of Christ (Colorado Springs, Col.: NavPress, 2006).
6 Elena de White, El camino a Cristo (Boise, Id.: Pacific Press Pub. Assn., 1993), p. 64.
7 Elena de White, ibid., p. 61.
8 Elena de White, La educación, p. 13.
9 Elena de White, El camino a Cristo, p. 64.
10 Elena de White, La fe por la cual vivo (Buenos Aires: ACES, 1959), p. 52.
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