La actitud que logra los cambios que ninguna otra consigue.
En 1798, la Revolución Francesa estaba llegando a su fin. La guillotina todavía tronchaba la vida de miles de personas. El desafío a la autoridad, incluso la autoridad de Dios, se había impuesto en la calle y en los pensamientos de la gente. Todos sospechaban de todos. Muchos se odiaban. El temor y el terror reinaban.
En el mismo 1798, otra revolución, muy diferente, estaba ocurriendo en las costas del Lago de los Cuatro Cantones, en Suiza. En un orfanato de la región, un educador llamado Johann Pestalozzi, tomó la responsabilidad de cuidar a unos ochenta huérfanos que habían sido dejado desamparados después de que las tropas francesas habían destruido su pueblo en Suiza.
El trabajo no era nada fácil. Los niños estaban cubiertos de alimañas y llagas, malnutridos y enfermos. Algunos eran descarados y engañosos, y carecían de afecto. Otros estaban sumidos en la sospecha y la desconfianza que el terror les había enseñado. ¿Cómo tratar a un grupo tan difícil y heterogéneo? En aquel tiempo, la manera aceptada habría sido obligarlos a someterse usando severas medidas disciplinarias.
Pero Pestalozzi pensaba diferente. Había descubierto que el principio esencial de la educación es el amor, y se dispuso a aplicar este principio en su trato con los ochenta rufianes. Estaba convencido de que su afecto cambiaría el estado emocional y físico de los niños de la misma manera que el sol de la primavera renueva la vida de la tierra después del largo invierno.
Y no se equivocó. Poco tiempo después, los niños eran irreconocibles. El camino a la restauración física y emocional había comenzado para ellos. El sol había derretido la nieve.
Poco antes de su muerte, Jesús –conociendo el ambiente natural de este mundo, lleno de temores y terrores en la sociedad, así también como de desequilibrio emocional y físico en cada ser humano– dijo a sus discípulos: “Un mandamiento nuevo les doy: que se amen unos a otros. Que se amen así como yo los he amado. En esto conocerán todos que ustedes son mis discípulos, si se aman unos a otros” (Juan 13:34, 35).
Después de haber vivido demostrando el principio del amor en la educación de los niños, Pestalozzi fue reconocido en su país como aquel que vivía para los demás y no para sí mismo. Su testimonio nos llega hasta hoy como un ejemplo de alguien que vivió concretamente el nuevo mandamiento de Jesús.
Una actitud de amor puede lograr aquello que la fuerza y la impetuosidad nunca van a conseguir. La severidad no puede medirse con un espíritu lleno de gracia, ese dar al otro lo que no se merece. El amor es la única herramienta revolucionaria que tenemos en este mundo. Es la única actitud que puede transformar a los demás y a nosotros mismos.
Y no estamos solos si queremos empezar a tomar más en serio el nuevo mandamiento de Jesús. Él mismo, en su Palabra, nos dejó muchos ejemplos de hombres y mujeres que decidieron vivir en el amor que Jesús les había enseñado; que se preocuparon por hacer felices a otros y por mostrarles que hay algo por lo que vale la pena vivir.
Podemos salir a las calles a gritar: “¡Libertad, Igualdad, Fraternidad!” (el lema de la Revolución Francesa). O podemos adoptar la actitud revolucionaria del maestro de los Alpes, quien con su actitud decía “amor”.
Muchas causas en la sociedad pueden requerir nuestro compromiso, pero es con la actitud de amor que nos enseñó Jesús como lograremos un cambio real.
No sé cómo te sientes tú con este tema. En la teoría, todo siempre está muy bien. Pero, si eres como yo, la práctica siempre nos sorprende.
Que el Señor nos ayude a ver cómo podemos crecer en su amor y cómo lo podemos vivir cada día. Tal vez el mismo Jesús esté preparando una verdadera revolución en nuestra vida.
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